A inicios del siglo XX, la Iglesia católica no contemplaba en el horizonte graves modificaciones en su situación privilegiada. Pese a las desamortizaciones y revoluciones liberales del siglo XIX, el estado confesional había sido intacto. La Restauración de la monarquía borbónica, desde 1875, le abrió nuevos caminos de poder popular y también predominación y la aristocracia terrateniente y las buenas familias de la burguesía brindaron nuevos impulsos al renacimiento católico con varias donaciones de inmuebles y rentas a las congregaciones religiosas.
Caricatura sobre el papel de la Iglesia en el carlismo. Gaceta La Flaca de 1869.
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El mito del imperio
La coyuntura de que Felipe II, titular de unos anchos , estuviese obligado a residir en Castilla debido al comp. romis conseguido por Carlos V con los comuneros favoreció el equívoco de transformarlo en un rey español. Pero el deslizamiento semántico fue mucho más lejos realizando pasar asimismo por español un poder, un imperio, que, en rigor, era propiedad de una dinastía. Esto es, se terminaron teniendo en cuenta a españoles unos dominios que solo se regían desde España. Si el mito de Santiago cumplió la función de detectar fundamentalmente un territorio y un credo espiritual, el mito del Imperio español afianzó la iniciativa de que este territorio estuvo en condiciones de lograr el apogeo, la Edad de ‘Oro, en el momento en que adoptó el catolicismo como guía incontestable de su política. Este nuevo mito orientó la interpretación retrospectiva de lo que ocurrió en la península bajo el reinado de los austrías, resaltando los hechos que parecían corroborar la presencia de una gloria nacional pasada y olvidando otros que, sin desmentir el inmenso poder que amontonó una dinastía, ponían en la transferencia automática de ese poder a España. Hechos como la pobreza que arrasaba los territorios peninsulares de Felipe II o como la naturaleza ferozmente déspota de su poder. Asimismo en un caso así se repitió el equívoco, el movimiento semántico, si bien no por transladar a un país el esplendor de una dinastía sino más bien por llevarlo a cabo cargar con atrocidades. Aquella historia de historia legendaria negra tan popularizada en los dominios de europa de los austrías no fue, en este sentido, mucho más que el reverso de la historia de historia legendaria áurea, tan inconsistente una como otra: los castellanos y aragoneses padecieron exactamente la misma opresión, y por idénticos fundamentos, que el resto de los súbditos no peninsulares de Felipe II y sus sucesores.
La acumulación de mitos sobre los que se erigió la identificación de España con el catolicismo halló en el siglo xviii, en la Ilustración, un escollo bien difícil de socorrer, un largo periodo en el que con aquella narración que identifica fundamentalmente una fe religiosa con un país no encaja con los hechos. Por una parte, es entonces en el momento en que se agota la dinastía de los austrías al fallecer sin descendencia el rey Carlos II y, en la guerra subsiguiente entre las primordiales viviendas reinantes en Europa, se impone la de Borbón. Por otro lado, la novedosa dinastía reinante en España se compromete con el ideal ilustrado, asumiendo como guía de la política en menoscabo del catolicismo. En oposición a lo que defendieron las corrientes ultramontanas opuestas al gobierno de los borbones, tal como la posterior historiografía nacionalista, la condición de ilustrado no era contradictoria con la de católico: la mayor parte de las primordiales figuras políticas del siglo XVIII en España, de la misma las del resto de Europa profesaban el catolicismo, si bien distinguían la esfera de la política y la religión.