Una primera indicación remite a la dimensión del símbolo ahora su fuerza para sobrepasar la reducción funcionalista de la organización de la vida en la civilización posmoderna. Para aceptar a los individuos perforar –y sobrepasar– la cubierta artificial construida por el omnipresente planeta digital, requerimos espacios y maneras de presencia que sean capaces de reactivar la fuerza escencial de los símbolos escenciales (luz, agua, tierra). Símbolos capaces de transfigurar la percepción y la experiencia, símbolos performativos, símbolos para llevar a cabo algo que antes no existía, y no solo símbolos de algo que existe y experimentado. Hay que imaginar una presencia cristiana urbana como una secuencia de acciones y sitios capaces de efectuar vivencias que proponen novedosas lecturas de nuestras vivencias y representaciones. El sentido de lo sagrado propio de la experiencia religiosa debe aceptarse y orientarse a fin de que impulse, en la gente que habitan estas acciones y sitios –o que solo los atraviesan–, la percepción de una dimensión oculta que composición la vida. Hablamos de ofrecer cuerpo a la intuición sobre la sacramentalidad de la experiencia cristiana, y ofrecer cuerpo a esta intuición en el contexto de los espacios urbanos.
Una segunda indicación remite a buscar un origen y una trascendencia que está anotada en toda persona humana. Comunmente la codificamos en la civilización cristiana como la búsqueda y la necesidad de Dios, la necesidad de una relación justa con Él. En una cultura que, habiendo expulsado la cuestión de Dios, convirtió los excesos (esoterismo y fundamentalismo) en el sitio de presencia de esta pregunta, requerimos espacios, acciones y reuniones que dejen descubrir de nuevo su naturalidad, aprendiendo a admitir la carencia y la excedencia como las formas naturales en las que llevar a cabo experiencia de sí y conocer la existencia de Dios. El cristianismo fué con la capacidad de habitar este espacio antropológico, por medio de las construcciones que la historia nos distribución (iglesias pero asimismo oratorios, sitios de hospitalidad y acogida, de estudio y capacitación, de oración…): rehabilitarlos, reutilizarlos -los códigos simbólicos escritos, regresar a narrar no solo y no tan verbalmente la experiencia de un Dios que no es indiferente al hombre, que le ha buscado, que se le hizo próximo, que se ha encarnado , es verdaderamente una experiencia que hace bien no solo quien se reconoce como católico, sino más bien a todo hombre y mujer, asimismo a quienes forman parte a otras religiones.
Introducción
¿La localidad? ¿Qué puede decir el teólogo de la región? Los catálogos bibliográficos de literatura teológica moderna no charlan de esta materia. No charlan estudios teológicos sobre las ciudades. De ahí que, ¿hay que finalizar que hablamos de un tema extraño a los teólogos? Pero, si la localidad es una situación «humana», ¿de qué manera podría quedarse indiferente frente a la teología? En teología se charla poco a poco más de realidades terrenas, de realidades humanas, o mucho más bien, y por decirlo con mucho más precisión, se elabora el emprendimiento de charlar de ellas. Indudablemente, la teología llamada de realidades terrenas quedó bastante tiempo limitada a las categorías abstractas. Semeja llegado el instante de estimar las realidades humanas específicas y confrontarlas con la verdad del cristianismo. La localidad es una de ellas, y entre las mucho más esenciales.
La Biblia charla extensamente de la región. En la primera página, es cierto, está ausente: el paraíso es un parque ubicado en el campo, podríamos prácticamente decir, un vergel. Pero la última página de la Biblia es la visión de la región novedosa, universal y eterna. Está el paraíso, pero, esta vez, ubicado en la localidad. Del campo a la localidad, de un parque del campo a un parque a la localidad, tal y como si la Biblia nos describiese un largo viaje de la raza humana; este viaje se semeja mucho al movimiento que nos revela la narración de la raza humana de los últimos milenios.
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