A inicios del siglo XX, la Iglesia católica no contemplaba en el horizonte graves modificaciones en su situación privilegiada. Pese a las desamortizaciones y revoluciones liberales del siglo XIX, el estado confesional había sido intacto. La Restauración de la monarquía borbónica, desde 1875, le abrió nuevos caminos de poder popular y también predominación y la aristocracia terrateniente y las buenas familias de la burguesía brindaron nuevos impulsos al renacimiento católico con varias donaciones de inmuebles y rentas a las congregaciones religiosas.
Caricatura sobre el papel de la Iglesia en el carlismo. Gaceta La Flaca de 1869.
La proyección atlántica
A fines del Siglo XV, el Reino de Castilla solo tenía en la ruta atlántica las Islas Canarias. Estas islas habían quedado bajo el poder español por el Tratado de Alcaçovas (1479) en el que Castilla firma la renuncia a los terrenos y sendas mucho más lejanas del sur de las islas, a cambio, Portugal reconocía a Isabel como la reina lícita de Castilla tras la desaparición de Enrique IV. Era un claro monopolio de esta ruta hacia las Indias por la parte de Portugal, no obstante, la ruta por el oeste proseguía abierta. De las Islas Canarias, se procuró apoderarse Enorme Canaria, que fue tomada por Pedro de Vera, La Palma y Tenerife. La que tomó mayor contrariedad fue Tenerife utilizando las divisiones tribales, el dominio español se realizó de manera victoriosa. Tras treinta años de la conquista, ahora fueron colonizadas y un cuarto de sus 25.000 pobladores eran autóctonos. Llegó novedosa población desde Castilla, Extremadura, Portugal o Andalucía y algún mercader catalán o musulmán, tal como esclavos negros africanos para la plantación y recolección de caña de azúcar. Hubo escasos impuestos a abonar, lo que contribuyó a un avance comercial altísimo. Por la conquista, la corona dejaba las acciones privadas, existían islas de la realeza o del señorío. La corona nombró a un gobernador general en Enorme Canaria oa un adelantado en Tenerife y La Palma.
El modelo español fue bueno para la reorganización de las islas y la oligarquía logró su poder. En 1485 se formó el obispado de Las Palmas, ligado del Arzobispado de Sevilla.
Portugal siempre y en todo momento tuvo buenas relaciones con Castilla, ya que Isabel era hija de una portuguesa (Isabel de Portugal), además de esto, Los Reyes Católicos casaron a sus hijas con príncipes portugueses. Siendo descubierta América, Portugal demandó el cumplimiento del tratado que dejaba bajo el dominio portugués todas y cada una de las tierras en el sur de las Islas Canarias. Castilla, disgusta, adujo que América era un conjunto de naciones distinto y Castilla asistió al Papa para la Bula Inter Caeterea que reorganizaba los territorios. El tratado de Tordesillas (1491) pondría fin a estos disconformidades, con una división vertical que dividiera al planeta en 2 a través de un meridiano. Esta línea acotaba el derecho de conquista de las dos potencias. Esto dejó a Portugal conseguir el poder de Brasil sin esfuerzo.
La separación siempre y en todo momento postergada
En temas de independencia religiosa, la tumultuosa historia del constitucionalismo español a lo largo del siglo XIX se tradujo en un incesante ir y venir entre la prohibición absoluta de profesar cualquier credo distinto del católico y la tolerancia de cultos, sin poner jamás en duda el peso de la Iglesia y de su fe en el Estado. Al tiempo que las constituciones inspiradas por el ideario absolutista acostumbraban a ser definitivos al proteger el monopolio del credo católico en las instituciones y la conciencia individual de los españoles, los contenidos escritos liberales no desbordaron, por norma general, el desengañado suplico de Blanco a los constituyentes de Cádiz: el catolicismo proseguiría siendo, suerte o enhoramala, la religión del Estado, más allá de que se habilitara un espacio de independencia aproximadamente extenso para otros credos. Esta fue la fórmula reiterada por las constituciones liberales en todo el siglo XIX y, asimismo, por la de 1869, fruto de una revolución política y, por consiguiente, mucho más favorece, por lo menos teóricamente, para agarrar las situaciones doctrinales de quienes habían levantado contra Isabel II y lo habían vencido. Pero no esta vez los liberales españoles se plantearon desarrollar la lógica de su doctrina hasta las últimas secuelas y detallar, en labras de la independencia que proclamaban, la separación siempre y en todo momento postergada entre la Iglesia y el Estado. De nuevo procuraron un deber con los campos ultramontanos, con los neocatólicos a los que se dirige un diputado y escritor, Juan Valera, con quien Azaña sentiría una especial afinidad.
Alén de los rigurosos avatares políticos en los que el inconveniente espiritual tuvo un papel señalado en todo el siglo XIX, la timidez de los liberales en el momento de ofrecer la separación de la Iglesia y el Estado tuvo una consecuencia capital si bien no en todos los casos advertida: fortaleció el mito de la asociación fundamental entre España y el catolicismo, en tanto que en una pelea ideológica tan enconada como la que encaró a liberales y absolutistas prosiguieron siendo pocas las voces que, como la de Arguelles o la de Blanco White, demandaron unas instituciones políticas desligadas del credo espiritual. La corriente primordial del liberalismo español quedó facultativa o de forma involuntaria empapada de integrismo y, por consiguiente, la pelea política continuó encerrada en el campo del catolicismo hasta bien entrado el siglo XX. La relevancia de la Constitución republicana de 1931, en cuya discusión Azaña proclamó que España había dejado de ser católica, o sea, que el Estado, no los españoles, había dejado de serlo, reside en que venía a recobrar la genealogía, en tantas ocasiones postergada y en tantas ocasiones derrotada, del liberalismo no integrista de este país. La victoria de Franco, caudillo de España por la felicidad de Dios, dejó establecer nuevamente el viejo emprendimiento de determinar a los españoles por la creencia. Reanudando exactamente el mismo alegato que Isabel y Fernando tras la toma de Granada, exactamente el mismo alegato que el diputado Inguanzo a lo largo del enfrentamiento sobre el producto 12 de la Constitución de Cádiz, un escritor español partidario de la rebelión militar contra la República. regresar a expresar con novedosas expresiones la vieja iniciativa: “Quien afirma ser español y no ser católico –escribió García Morente– no sabe lo que afirma”.