Javier Fisac Seco. Historiador, caricaturista y analista político. La Iglesia ha aplicado siempre y en todo momento la pena capital a sus contrincantes ideológicos y morales: sus herejes. Solo en app de esta pena, los homicidos religiosos se tienen la posibilidad de contar por centenares de miles. ¿La Iglesia ha renunciado a utilizar esta pena en alguno de sus documentos? ¿Dónde? ¿Cuándo? Si de cadáveres charlamos, señores obispos y cardenales, deberemos charlar de los millones que el clero, cuya empresa sagrada forman parte usted, asesinó, sin pausas y también infatigablemente, a lo largo de mucho más de catorce siglos. ¿Recuerdan cuántos cientos de ellos y ellas fueron incineradas en las fogatas? ¿O cuántos fallecieron en sus peleas bajo el signo de la cruz? ¿Por dónde desean que comencemos a contar por el desenlace, la II Guerra Mundial, o por el principio bíblico, el homicidio por el que Moisés se vio obligado a escapar para reaparecer bajo la protección de su nuevo dios, Yahvé?
El clero católico que, como espectros perdidos entre las ruinas de un castillo medieval, pasea sus miserias, el voto de castidad y el de obediencia, con exactamente el mismo orgullo, insolencia y soberbia con que uno general mongol, nazi o franquista exhibe sus medallas, méritos de guerra, de todas las que cuelgan los cientos de cabezas de sus víctimas, el clero católico, alimentado como un vampiro, con la sangre de sus fallecidos, sin el alimento del que hace siglos habría dejado de existir; el clero católico, hijo de la crueldad bíblica, como no puede ser de otra forma en esas personas que, tras renunciar al exitación ahora la independencia de conciencia, jurando castidad y obediencia, transformando su historia en un voluntario infierno patológico, precisan sublimar estas estructurales faltas humanas por bienestares horripilantes, sadomasoquistas, usando la crueldad para calificar de asesinas a las mujeres que abortan, sin su licencia preceptiva, pues con su licencia siempre y en todo momento han abortado a las princesas.
LA ORDEN LEGAL COMO INFERENCIA CONTRA LA INTOLERANCIA Y LOS PREJUICIOS RELIGIOSOS
La presente Carta Magna brasileira, en su producto 5, inciso VI, afirma la inviolabilidad de la independencia y conciencia, garantizando asimismo el libre ejercicio de los cultos religiosos, tal como salvaguardando los sitios de culto y sus liturgias. El legislador constituyente, en este sentido, siguiendo la orientación de las democracias occidentales, estableció la libre manifestación de la religiosidad intrínseca al humano, encarnando el dispositivo previo como cláusula de pétrea, principio cuyo orden es imposible cambiar o sacar sin que se manifieste una exclusiva Constitución. Según el punto VIII del mismo producto 5 de la Carta Política, “absolutamente nadie va a ser privado de derechos por opiniones religiosas o convicciones filosóficas o políticas”. De esto se desprende que la manifestación de la religiosidad es una garantía y un derecho primordial inseparable a todos y cada uno de los brasileiros y extranjeros que viven en su patria, con la asunción de la subjetividad a la decisión que cada uno de ellos puede y está en su derecho a profesar.
En este sentido, según Alexy (2008), la independencia de opiniones se arroga un derecho positivo extenso y consolidado como regla de derecho primordial, preparado como un enunciado insertado en nuestra Constitución y provocando de esta forma un enunciado normativo apoyado en una rigurosa y rigurosa sentido estructurado lista de derechos particulares de independencia. En el instante, cualquier condición que atente contra esta independencia subjetiva confrontaría de forma directa los principios escenciales que asimismo conforman los relacionados con la dignidad de la persona humana. En exactamente la misma línea, la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por ONU, establece que: