El conjunto llamado ‘Estado Islámico’ (EI) ha saqueado en el último mes ciudades esenciales de Irak como Nimrud, Hatra y el lugar arqueológico de Dur Sharrukin en Jorsabad. Echan abajo las piezas enormes y lo que tienen la posibilidad de cargar lo trafican ilícitamente con coleccionistas privados o galerías. Nada nuevo. El ejército estadounidense destrozó decenas y decenas de mezquitas en Faluya en la ocupación de 2004. Sesenta años antes, a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, los aeroplanos socios bombardearon Monte Casino y redujeron a ruinas entre las creaciones mucho más simbólicas de la historia medieval. Hitler había albergado decenas y decenas de maravillas artísticas y muchas se perdieron. El espíritu anticlerical de la revolución francesa en el siglo XVIII terminó con abadías que el día de hoy solo tenemos la posibilidad de ver en planos o reconstrucciones digitales. Cientos de proyectos se han quemado en los cinco continentes con el motivo de purificar las conciencias y eludir el fallo. Entre los libros mucho más tristes que he leído, Historia universal de la destrucción de libros 1, documenta con prolijidad estas catástrofes: desde el saqueo de la biblioteca de Alejandría hasta la quema de ejemplares de Harry Potter por conjuntos de cristianos fundamentalistas en América del Norte, el catálogo es rasgador.
El cine no fué extraño a este tema. En 1966 Trouffaut amoldó de forma exitosa a la enorme pantalla el tradicional de Ray Bradbury Farenheit 451, novela distópica donde un conjunto de bomberos se ocupa de advertir libros y destruirlos con fuego. Últimamente Brian Percival en La ladrona de libros (The book thief, 2013) nos ha recordado de qué forma a lo largo del nazismo las proyectos escritos por judíos eran incineradas en peores gigantes. Iain Softley, en una película ingeniosa del 2008, Coro de tinta (Inkheart) centra una parte de la acción en el intento de Capricornio (Andy Serkis) de terminar con la vida del artículo escrito. Asimismo están los salvadores, como es natural. En la megaproducción apocalíptica 2012 (Roland Emmerich, 2009) los dueños del dinero deciden guardar en las arcas ciertas maravillas artísticas.
Lo mismo procura Frank Stokes (George Clooney) en Monuments men/Operación monumento (The Monuments Men, George Clooney, 2014). Pero no idealizamos de qué forma lo realiza Hollywood. Los maniqueísmos no marchan y es urgente superarlos. Es en este sombrío ámbito de la destrucción de nuestro bien común que el día de hoy vivimos que una cinta como Ágora (Alejandro Amenábar, 2009) recupera relevancia. Ubicada en Alejandría, Egipto, pocos años tras el edicto de Salónica decretado en 380 por Teodosio el Grande, donde el cristianismo se erigía como religión oficial del imperio; la película explora la crisis política, religiosa y cultural que experimentó la localidad que cobijaba la mayor biblioteca de su temporada. Allí enseñaba Hipatia (Rachel Weisz) astronomía a cristianos, judíos y romanos. La escuela era un espacio de acercamiento y diálogo entre etnias y pensamientos, cuando menos es el mensaje que Amenábar busca transmitirnos. No obstante, en el momento en que los cristianos toman la localidad, no vacilan en abrasar los rollos y echar abajo las estatuas que hay a su paso: son dioses paganos, no se debe olvidarlo. El ámbito derrama una crueldad extendida. Cristianos apedrean judíos, judíos apedrean cristianos, cristianos matan romanos, romanos matan cristianos. En la mitad de este caos donde la fe es un factor mucho más de la estrategia político-militar, Hipatia se destaca con su forma de meditar: “Tú no puedes dudar de lo que crees, pero yo no puedo opinar sin dudar”, afirma al obispo Sinesio de Cirene (Rupert Evans). Hipatia, icono feminista por antonomasia, es acusada de impiedad y de brujería por el obispo Cirilo (Sammi Samir) quien autoriza su castigo. Pero Ágora sortea el fundamentalismo –espiritual, feminista y ateo– y apuesta por la estabilidad de la personaje principal. Hoy día Cornel West dijo algo similar de la filosofía en el magnífico reportaje Examined Life (Astra Taylor, 2008): la filosofía “es la predisposición crítica de pelear con el diálogo frente al dogmatismo”.